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¡Hermana! Deshojábamos nuestros cuerpos ardientes
en una profusión sin fin y sin sentido…
era otoño y el sol —¿te acuerdas?— endulzaba
tristemente la estancia de un fulgor blanquecino…
Luego —los ojos grandes como carbones rojos—
te arreglabas la toca, el velo… y sin ruido
te ibas, como una sombra, a la capilla aquella
perdida entre opulentos rosales amarillos…
Venían días tristes en que te recogías…
mi amor se hacía más inmenso y más sombrío
y cuando tú surgías, más pálida que el agua,
encontrabas mi pecho como un pájaro el nido…
Tú creías que Dios te miraba… En las tardes
de huracán y tormenta temblorosa de frío
ibas, los ojos bajos, pegada a las paredes,
con el corazón asustado como un niño.
por Juan Ramón Jiménez
fotografia de Ruslan Lobanov
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